martes, 22 de agosto de 2017

Secretos


Uno de los recuerdos más viejos que tengo, de cuando vivíamos en aquella pequeña casa en la colonia Meteoro, quizá a mis cuatro años, o a los cinco, no lo sé, es el de la víspera del cumpleaños de mi madre. Íbamos a comprarle un regalo, por lo que mi padre nos pidió que lleváramos nuestras alcancías para ver de cuánto dinero disponíamos para dicho regalo. Yo tenía una alcancía muy bonita de un panda, creo, de plástico, con un agujero abajo para poder sacar las monedas sin estropearla. Quizá estábamos en la recámara de mis padres, recuerdo que vacié las monedas sobre la cama, no tenía idea de cuánto dinero había dentro de mi alcancía pero sí recuerdo que mi padre rió ante el poco dinero que tenía guardado; quizá mayormente pesos y centavos. Mis hermanos habrán hecho lo mismo, pero eso no lo recuerdo.

Recuerdo que fuimos con mi padre a una tienda de discos en el centro de la ciudad, en los portales. Recuerdo que compramos un disco de José José, me parece que tenía una carátula blanca en la que aparecía don José ahí parado, mirando hacia enfrente. No recuerdo cuando le dimos el obsequio a mi madre, ni cuando le cantamos las mañanitas, ni abrazos ni fiesta ni nada más. Pero tengo alojado en la cabeza ese borroso recuerdo de la alcancía, las monedas y el disco blanco de José José.

Quienes me conocen saben que soy un apasionado de sus canciones, que me gusta escucharlas y cantarlas, que son parte importantísima de la banda sonora de mi vida. Mi gusto hacia esas canciones nació en mi niñez, esos discos eran algunos de los que mis padres ponían constantemente. Se podría decir que es un gusto que heredé de ellos.

La cosa es que ahora, muchos años después, parece que a mi madre se le acabó el gusto por esas canciones. No sólo eso, ahora las encuentra detestables. Parece que el que sean de mis predilectas las ha vuelto malditas, indeseables. El hecho de que a mí me gusten ha hecho que ella las desprecie.

Por qué, nunca lo sabré. 


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