sábado, 29 de abril de 2017

Pequeñas notas sobre nuestro Pedro


El sábado 15 se cumplieron 60 años de que muriera Pedro Infante, de que este país se sumiera en una tristeza inmensa de la que algunos dicen que no ha salido porque se le sigue venerando como si no hubiera pasado tanto tiempo. Este año también se conmemorarán 100 de que naciera. Así que seguirán los festejos.

Ese sábado el canal de televisión que tiene sus películas transmitió varias desde temprano, una probadita. Vi Dos tipos de cuidado con Gil. Creo que es su primer película de Pedro, mi favorita, esa del duelo entre Pedro Malo y Jorge Bueno, esa que me volvió a sacar carcajadas sinceras resistentes a los años, esa que no entendí del todo la primera vez que la vi porque no tenía la confianza de preguntar el meollo del asunto. Le encantó a mi niño.

Nadie mejor que Pedro para cantar a José Alfredo o a Chava Flores. Para entonar canciones jocosas o valses rimbombantes, rancheras dolorosas o huapangos festivos.

Cuando yo lo conocí, cuando me empaparon con su voz y luego con sus películas ya llevaba casi 30 años muerto pero el fervor que mi cotidianidad le tenía era magnánimo. Pedro era casi un dios. Las mañanitas temprano para el cumpleañero, esas para la “chinita de sus amores”; el disco para ambientar la tertulia del cumpleaños de mi tía, de cualquiera de ellas; las películas para las tardes de ocio, incluso las tristes.

Y bueno, teniendo el temperamento que tengo era demasiado lógico que se convirtiera en uno de mis grandes ídolos, que lo venere y lo celebre escuchándolo y cantándolo. Ahora con mi Gil, que el pobre niño ha heredado los gustos viejos de su padre.

El cantó “dios nunca muere”, pero es él el que no lo hará.






miércoles, 26 de abril de 2017

¡play ball!



Ves a los padres de tus amigos ahí presentes. Entusiastas, apoyando, aun si la mayoría de las veces es un apoyo empalagoso que incomoda un poco al destinatario de las buenas vibras. Le gritan buenos augurios al niño que se aproxima a la caja de bateo, celebran con gritos incontrolables si es que pudo conectar la pelota, y proveen del consuelo necesario si el niño fue derrotado por el pitcher rival, sentenciando vehementes, que para la próxima vez si habrá suerte.

Así se comportan los padres de casi todos los niños, pero no los míos. Los míos viven a sólo pocas cuadras del campo de juego –que incluso podrían asistir caminando–, pero no van, nunca van.

Yo estoy tan atemorizado por mi padre que no pienso siquiera en pedirle que vaya a vernos a mi hermano a mí, porque además sus respuestas mudas son odiosas. Creo que alimentan el miedo. Nadie sabe a ciencia cierta qué significa el pequeño mugido que sale de su boca que no se abre: Sí, no, puede ser, deja veo, cómo chinga este escuincle. ¿Sólo dios sabrá?

Y todos esos niños me dan envidia. Mucha más esos que son poco talentosos para el juego y difícilmente batean un hit o juegan más de medio partido. Imagino las veces que podría chocar manos con mi padre si estuviera ahí y tuviera un poco del entusiasmo de esos otros padres, lo orgulloso que podría sentirse. Yo que no paso ni una entrada en la banca, yo que bateo de primero.

El único día que mi padre fue a vernos me puse tan nervioso por hacer las cosas bien y que se sintiera orgulloso de mí, que hice todo mal. Quizá por eso nunca volvió.

martes, 18 de abril de 2017

Entre meseros y niños



La semana pasada ocurrió una situación que me satisfizo sobremanera. Aunque también me dio algo de tristeza. Me dejó ver un poco más al maravilloso niño del que soy padre y me volvió a hacer sentir orgulloso de ser su padre y su amigo.

Fuimos a comer con mis padres a un pequeño restorán de pizza al que a Gil y a mí nos gusta ir. Al final, después de que se pagó la cuenta mi madre solicitó al mesero una factura y él le pidió que anotara sus datos para poder elaborarla. Mi madre escribió lo requerido y entregó el papel al mesero.

Minutos después, el mesero regresó a solicitarle a mi madre que le dictara los datos porque no había podido descifrar sus garabatos. Mi madre le preguntó como respuesta, de la forma más grosera que pudo, que si no sabía leer; fiel a su horrorosa costumbre. El chico se quedó callado ante la grosería y yo me avergoncé una vez más de los pésimos modos que posee la mujer que me parió para con los meseros. Sus siguientes dos intercambios con el pobre chico tuvieron el mismo tono despectivo y grosero del primero.

Pero no fui yo el único que se sintió mal por la forma en que trató al mesero. Gil le reprochó valiente que el joven estaba en lo correcto ya que sus letras no eran legibles, le dijo que había sido muy grosera y que no tenía derecho de hablarle así cuando ese desafortunado muchacho tenía razón en su solicitud. Ella fue otra vez coherente con su diario actuar y negó haber hecho lo que mi hijo le decía. Y él, más valiente sostuvo su palabra. Yo me limité a decir que sí había dicho aquello tan ofensivo e injusto, sin adjetivar mi pensamiento.

Luego, ya en el coche, Gil le volvió a señalar a mi madre lo inapropiado de su conducta, y ella volvió a negarla.

Pensé tantas cosas. Me sentí feliz de este niño que se atrevió a señalarle a su intratable abuela que había obrado muy mal. Que se sostuvo en su dicho y su postura, que no se quedó callado ante la injusticia. Y que la recalcó, porque lo creyó conveniente.

Dicen por ahí que para conocer a la gente hay que ver de qué forma trata a meseros y a niños que no sean de su familia. Algunos sacan el cobre y dejan caer las máscaras.

Otros se enaltecen. Mucho más a los ojos de su padre.

miércoles, 12 de abril de 2017

de cosas inútiles...

 
¿Tiene alguna utilidad en este mundo ser una persona sensible? ¿Sirve de algo? Si quitamos los argumentos bañados de optimismo idiota no creo que queden razones para responder que sí. ¿Y ser demasiado sensible? Pues sirve de mucho menos. Si ser sensible casi no sirve de nada, serlo mucho es perder ese casi y dejarlo en nada. Y quizá dejarlo incluso en negativos.

En todo caso servirá para ser fuente de mofas y choteos. Ese que llora por todo, ahora por qué llorará. Conmoverte casi por cualquier cosa y recibir un nudo en la garganta y llenar tus ojos de lágrimas y sentir como se escapa tu voz para dar paso a una gutural y horrible patética expresión no es algo agradable.

Sentir profundo, sentir muy dentro, sentir cualquier cosa, ¿qué puto sentido tiene? Sólo se hace daño uno al sentir de más.

Bueno, el otro día lloré como una magdalena leyendo Juego de tronos. Así de jodido estoy.

sábado, 8 de abril de 2017

¡¡¡300 entradas!!!


Miren ustedes que ya llegamos a 300 entradas en este humilde blog, y lo de humilde no es por una modestia falsa y acartonada, sino porque la plantilla que uso es la más sencilla que Blogger proveé (dios bendiga a Blogger aunque haga lo que se le pasa por la cola con mis comentarios). Y digo llegamos, no por esa muletilla verbal tan de los mexicanos, sino porque me siento acompañado en este viaje de decir y de contarme. Si no estuvieran presentes quizá me hubiera vencido el desánimo hace ya bastante.

En los albores de este hoy alegre blog no me planteé llegar a un número mágico (ninguno como el 69) ni cosa parecida, sólo la obligación personal de publicar semanalmente por el tiempo que me fuera posible. Pero uno se hace adicto a estas cosas de decir lo que se piensa: lo que se te da la gana, como se te da la gana, de la mejor forma que puedas (algunas sandeces y algunas buenas ideas); así que llegaré al cuarto año de vida de este querido blog con más de 100 entradas en este último año.

Eso me llena de orgullo, y quiero compartir esa felicidad con los que aquí me acompañan, con los que lo hacen silenciosamente y con los que me obsequian la dicha inmensa de saber que lo que he escrito les ha gustado. A los que me regalan un punto de vista diferente al mío, siempre enriquecedor. Gracias a todos.

Lo he dicho muchas veces, pero algunos no lo han leído, así que lo repito una vez más. Lo mejor de este viaje ha sido conocer algunas personas increíbles. Un abrazo a todos.

viernes, 7 de abril de 2017

Reparando



Me dijo el terapeuta mirándome a los ojos: Estás tratando de repararte a través de tu hijo. Si eso es cierto es algo que descubrí en el momento en que lo dijo. Después de mirarlo unos segundos sin saber qué decir, sintiendo como mi cabeza se agitaba en muchas ideas que iban y venían sin rumbo, le respondí: Pero eso debe ser bueno… ¿o no?

Le había hablado del amor y el cariño que trato de darle a Gil, que me esmero en que reciba. Le dije también que supongo que uno trata de darle a su hijo lo que no recibió de su padre porque a uno le hubiera gustado tener eso, y se preocupa porque su hijo lo reciba: mi padre no recibía juguetes el Día de reyes y puso su atención en ello cuando tuvo hijos. Yo no recuerdo haber recibido su cariño, ni un te quiero, por lo que Gil recibe muchos besos, abrazos y teamos siempre, y los seguirá teniendo mientras me lo permita.

“Tú que piensas, ¿crees que sea bueno?” me responde el terapeuta con su expresión de roca en su amable rostro. Pues creo que es bueno, que si mi inconsciente hace eso es porque hay cosas que reparar, creo que es muy bueno que me digas que intento repararme. Malo sería que me dijeras que hago algo que me está destruyendo.


Yo sólo creía que dentro de mi vocación de niño eterno podía ahora jugar con los juguetes que nunca tuve. Pasar tiempo con Gil armando y desarmando Legos o iniciando batallas eternas entre caballeros medievales y fieros piratas aliados con indios temerarios de Playmobil; navegar en el piso con el barco que siempre soñé.

Por una mera satisfacción egoísta que me da el placer de dejar que el tiempo pase armando historias fantásticas con ese niño que se parece tanto a mí.

Si además me reparo. Qué mejor.

martes, 4 de abril de 2017

de un malintencionado pensamiento



Después de la discusión piensas: debí decirle esto y aquello, también esto otro. Pero por qué no se me ocurrió revirarle con eso.

Pero ¿para qué? Qué más da que lo hubiéramos dicho o que se nos haya escondido en la mente (quizá para mejor). Ganar la discusión, vencer en la partida, sentir que l@ derrotamos, que tuvimos la razón.

No vale la pena regresar a esas batallas. Porque aun con toda nuestra mezquindad creemos que es mejor dejar que esos estúpidos remordimientos ganadores se esfumen y dejar que esa situación se instale en el pasado y se cubra con un manto férreo y opaco. No quieres que tampoco ella lo descubra pero no sabes si ella desea lo mismo, cruzas los dedos para que así sea.

Sí se cubrió con una manta, pero es una manta translúcida que sin mucho esfuerzo de tu parte te muestra que ella estaba equivocada (eso te sigue pareciendo) y que tú tenías la razón, pero que además fuiste “bueno” y no le reprochaste lo que “debiste” reprocharle.

Pero quizá sea peor que no hayas recordado aquello y no lo hayas dicho en el momento en que debió salir, que debió medirse a su reclamo, dar la batalla que tenía que dar y morir matando al hacerlo. Debía estar afuera, ser conocido por ambos y no quedarse a pudrirte los pensamientos con su inmundo aroma de revancha.

Debió ser discutido, ser razonado, gritado quizá (te conoces), escuchado; jugar su papel en la historia y quedar fuera de combate, sin mayor poder que el que le da el necio, pero para suerte tuya ese no es uno de tus defectos, ¿o era una cualidad?


¿Cómo se mata un pensamiento que no murió de causas naturales?