Le comentaba una vez a una amiga que parte
importantísima de la formación de una persona son algunos buenos maestros, algunos
buenos libros y algunas buenas películas.
Para citar un ejemplo, en mi caso nunca
recibí la charla paterna sobre sexo. Lo más parecido fue un par de indirectas
de mi madre sobre la maldad de ciertas “muchachitas” (el eufemismo de mi madre
para decir “putas”), que buscarían enredarme –me hubiera gustado que alguna lo
hiciera–. Tampoco tuve un hermano mayor o un primo muy cercano que me guiaran
de forma adecuada. Básicamente, el cine, la televisión y la literatura se
encargaron de aleccionarme sobre el tema tabú; y sobre tantas otras cosas.
Ya he hablado sobre todas las enseñanzas sexuales que me dio Luisa Cortéz (Maribel Verdú) en “Y tu mamá también”. O lo
definitivo que me resultó leer a José Saramago (El evangelio según Jesucristo)
para cortar definitivamente con el catolicismo y dar rienda suelta a la
blasfemia –aunque sé que a veces exagero–.
Así que uno de mis grandes maestros ha
sido el cine (cosa muy distinta es que uno haga caso a lo que supuestamente
aprende) y leer me enseñó a escribir, entre algunas otras cosas. Aunque no sé
si sea más pertinente decir que me descubrió la escritura. Ahora creo que
estaba en mí, pero yo no dejaba que saliera y se mostrara.
En “Descubriendo a Forrester” (Finding
Forrester) se unen literatura y cine para darme un gran consejo. Escribir sin
parar, y volver después a depurar lo que se ha escrito. Aunque a veces esas
vueltas sean más que las que uno quisiera, y cómo me cuesta no volver la vista letras
atrás buscando una precoz relectura; pero eso es culpa de mis obsesiones.
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