lunes, 23 de marzo de 2015

Confesiones II




Esto es una continuación de lo narrado en Confesiones, no consecutivo, pero parte del mismo texto. Aunque se puede leer por sí solo.

Conocí a Leticia en esa fiesta a la que no quería ir, porque no quería ver a nadie. Porque no quería ver de nuevo esas expresiones de ‘pobrecito lo dejó su vieja’, porque no quería enfrentar de nuevo a los preguntones y chismosos que todo quieren saber, aun si ni siquiera son tus amigos. Porque no quería sentirme desnudo de nuevo frente a todos, cubriendo mis miserias, vulnerable y patético, con la mirada más triste que nunca. No recuerdo como es que decidí ir, pero lo hice. Si habrá sido la labor de mi buen amigo o mis ganas de no discutir. No lo recuerdo, pero no es importante. Fui. Estuve. Y mágicamente, ya muy entrada la noche, ella decidió hablar conmigo. Por qué, tampoco lo sé. Creo que estaba aburrida, y yo o alguien más daba lo mismo. Por fortuna fui yo. Estaba sentado en un sofá con mi ron en la mano, alejado del bullicio; mi mirada perdida en un mundo de pensamientos e ideas.

Se acomodó en el sofá para estar más cómoda, yo eché una mirada rápida, y según yo, discreta, por todo su cuerpo, comprobando que tenía un físico muy agradable: buenas piernas, ni gorda ni flaca, pechos medianos. Ideal para cualquiera sin más pretensiones que terminar en una cama o un sofá haciéndole lo más parecido al amor. Ideal para mí, que sólo quería coger con alguien, que alguna me cogiera: besarla, abrazarla, estrujarla, lamerla, morderla, penetrarla y sentir su cuerpo sudando junto al mío. Alguien, que me hiciera sentir al menos por unos minutos que valía la pena abrazarme y hacerme el amor. Pero no quería precipitarme, echar a perder la oportunidad. De todas maneras era decisión de ella si quería compartirme su antojable cuerpo, no mía. Las mujeres tienen ese poder de elección: me lo tiro o no me lo tiro. Nosotros podemos hacer todos los malabares que queramos, pero no decidimos un carajo. Estamos a su merced y a su gusto.

Hablamos de muchas cosas. Cantamos alguna canción que se atravesó en nuestra plática. Reímos, reímos bastante. Que ella riera era una absoluta victoria, tanto en mis planes donjuanescos, como estéticamente hablando. Pocas cosas hay más bellas que la sonrisa de una mujer que te atrae. Yo intentaba parecer lo más agradable posible, como siempre; como siempre que hay una mujer, posible compañera de cama, enfrente. El más gracioso, divertido, inteligente posible. Dentro de lo que cabe: no puedes sacar al Humphrey Bogart de “Casablanca”, de las entrañas de Capulina. Imposible. Y a menos que sea una estúpida, se te caerá el castillo de naipes al primer suspiro suyo, en el que exhala la decepción por una imitación tan patética, tan vulgar. ‘En verdad este imbécil cree que me iba a tragar eso. Por favor’. Pero ahí sigues. Su risa es el combustible que hace graciosas tus anécdotas, que le da vida a tu voz, que te vuelve la persona más elocuente y divertida con la que ella se haya topado jamás. Y ver sus ojos posados en los tuyos, atentos, divertidos, bellísimos, mientras sonríe. No hay comparación para eso. Eres dios, todo lo puedes. La oxitocina que recorre tus venas sin freno te da todo el poder que le otorga esa atenta mirada, que agradeces hoy más que nunca, que quisieras tener por siempre. Descubrir esperanzado tantas cosas en común entre los dos. Una esperanza mezclada con miedo, un miedo que nacía de mi estómago y me pedía no echar las campanas al vuelo todavía. ‘No seas idiota por favor’. Pero quisieras obedecer tus instintos y abalanzarte sobre ella y besarla como nadie la ha besado, que tus manos al tocarla le expresen todo lo que te ha hecho sentir. Que sienta cómo te tiene, cómo te ha puesto. Y armarte de valor y susurrarle al oído que le quieres hacer el amor como nadie lo ha hecho, unos segundos antes de besarla con mayor intensidad, más lujurioso y más enamorado. Pero no lo haces. Sabes que no lo harás. Aunque en tu mente todo parezca ideal, no te atreverás. Tu inmensa inseguridad aún domina tus pasos, se adueña de ti. Ahora más. Qué tal que echo a perder todo. O si me dice que no le intereso para eso, o que no está buscando nada, o que sólo podríamos ser amigos. Mi miedo es más grande que mi deseo. Ahora más.

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