Alguna vez, escuché a una señora preguntar
a los que compartíamos la mesa con ella, que alguien le explicara el por qué el
hijo de una vecina suya había muerto de noche a escasos tres meses de haber
nacido. ¿Qué había pasado?, ¿Por qué había sucedido?, ¿Por qué dios, “nuestro
padre”, le había dado un hijo a una pareja para poco después quitárselo? Que
alguien le explicara, porque ella no podía encontrar razones que justificaran
tal sadismo: una broma macabra de pésimo gusto de su amoroso padre. Yo tenía
una respuesta pero me la callé, no era una audiencia adecuada para mis ideas
ateas, y no tenía ánimo de molestar a nadie en ese momento. Pero las teorías y
argumentos de los presentes sobre lo sucedido, excedían mi capacidad de asombro
y hacían aún más macabro a ese dios: un niño malcriado que daña por placer. ‘Los
planes del señor son inentendibles para nosotros, sólo él sabe por qué hace las
cosas’, ‘es una prueba para los padres, yo no lo puedo entender, pero así lo
decidió nuestro padre celestial’, ‘es que diosito necesitaba un angelito para
encomendarle una tarea importante’. ¡De verdad escuchan lo que dicen, tienen
alguna lógica sus palabras! Para mí se trataba de una muerte de cuna, una
desdichada muerte de cuna. Descuido de los padres, no sé, no sé si eso tuviera
que ver, qué puedes hacer si a tu bebé se le olvida respirar. Evidentemente no
había un ángel protector custodiando, que interviniera con una maniobra
salvadora, evitando la desgracia. Pero puede ser que al no estar bautizado
todavía, no gozara de las protecciones divinas de las que son acreedores los
hijos de dios; aunque había un crucifijo sobre la cama, bendito quizá. Algunos
dicen que a esos desgraciados niños los “chupa la bruja”, víctimas sólo quienes
no han sido aún recibidos en la gran familia de dios, expuestos todavía a la
voracidad de brujas devoradoras de almas inocentes. Tendría unos 8 o 9 años la
primera vez que escuché historias sobre brujas y niños asesinados por ellas,
historias que me atemorizaron bastante. Aunque existía una solución, un
antídoto que alejaba a las brujas: sólo había que colocar en la ventana unas
tijeras abiertas sobre un espejo, eso protegería al inocente. La de historias
que escucha uno. Las supersticiones cuentan con mayor validez que la ciencia.
Si es que existe o no un destino, no lo
sé, ni tiene importancia tampoco. Pero sí hay una predeterminación en nuestras
vidas, varias cosas que vienen marcadas de origen. Parecerme al apático de mi
padre o a la hiperactiva de mi madre: de
tin marín de do pingüé, cúcara mácara, que ese fue; aunque mi nariz no es
ni aguileña, ni chata, es grande y redonda como la de mi abuelo; la genética es
una maldita caprichosa. O ¿hay genes más fuertes que otros? ‘Que nuestros hijos
posean mi inteligencia y tu belleza’, le dice un nerd a una guapa, pero podría
salir al revés: una fea estúpida. O la ilusa que escoge esperma del mejor
candidato, pero el bebé se parece todito a ella, mala suerte, los planes al
caño, el niño no es ni alto, ni rubio, lo inteligente aún no lo sabemos. Ser
acuario o sagitario, cáncer o tauro, depende de en qué día nos concibieron,
quizá sólo un asunto de calentura, aunque pudieron haberlo planeado.
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